En nuestro viaje por las Rias Baixas, Pablo y yo visitamos Combarro, y lo hicimos dos veces, a falta de una.
Nos dejamos caer por allí, primeramente, de noche. Queríamos fotografiar los típicos hórreos de noche, envueltos en la magia de las luces que los hacían resaltar sobre la oscuridad de la noche.
A la mañana siguiente, volvimos, ya con el sol filtrando su luz entre las nubes que cubrían el cielo.
La bahía, con sus aguas tranquilas, nos daba la bienvenida desde lo alto del mirador, y nos invitaba a bajar y recorrer los rincones de este pueblito marinero.
Tras tomar un café para empezar el día, comenzamos la visita a Combarro.
Paseamos por entre los hórreos que bordean la costa.
El sonido de las gentes en sus casas, con sus puertas abiertas de par en par en total confianza, añadían a la escena ese punto especial de auténtico y puro sabor tradicional.
La tranquilidad reinante creaba la sensación de haberse parado el tiempo en ese rincón.
Algunos de los regios hórreos estaban más decorados que otros, con figuras ornamentales y plantas y flores, como si de coquetas casitas se tratasen. Otros, en cambio, conservaban la estampa de antaño, y en sus tajados y piedras, afloraban musgos y líquenes, como queriéndoles cubrir con un manto de abrigo natural.
Las gaviotas volaban sobe nuestras cabezas, y aterrizaban sobre la fria piedra del muelle, gritando sin parar.
Las barcas esperaban pacientemente, unas flotando sin más, en las tranquilas aguas. Otras, clavadas en el barro que la marea había dejado al bajar.
Todo ello contribuía a crear una típica estampa marinera.
Nos dejamos caer por allí, primeramente, de noche. Queríamos fotografiar los típicos hórreos de noche, envueltos en la magia de las luces que los hacían resaltar sobre la oscuridad de la noche.
A la mañana siguiente, volvimos, ya con el sol filtrando su luz entre las nubes que cubrían el cielo.
La bahía, con sus aguas tranquilas, nos daba la bienvenida desde lo alto del mirador, y nos invitaba a bajar y recorrer los rincones de este pueblito marinero.
Tras tomar un café para empezar el día, comenzamos la visita a Combarro.
Paseamos por entre los hórreos que bordean la costa.
El sonido de las gentes en sus casas, con sus puertas abiertas de par en par en total confianza, añadían a la escena ese punto especial de auténtico y puro sabor tradicional.
La tranquilidad reinante creaba la sensación de haberse parado el tiempo en ese rincón.
Algunos de los regios hórreos estaban más decorados que otros, con figuras ornamentales y plantas y flores, como si de coquetas casitas se tratasen. Otros, en cambio, conservaban la estampa de antaño, y en sus tajados y piedras, afloraban musgos y líquenes, como queriéndoles cubrir con un manto de abrigo natural.
Las gaviotas volaban sobe nuestras cabezas, y aterrizaban sobre la fria piedra del muelle, gritando sin parar.
Las barcas esperaban pacientemente, unas flotando sin más, en las tranquilas aguas. Otras, clavadas en el barro que la marea había dejado al bajar.
Todo ello contribuía a crear una típica estampa marinera.
© MayteVidal Photography
